El Amor en los Tiempos del Cine
Mi visión de El Amor en los Tiempos del Cólera
Por Luis Antonio Salazar Caraballo
Era inevitable, la proximidad de un acontecimiento
como la primera gran-producción basada en una novela de mi escritor favorito de
todos los tiempos haría que recordara aquella pasión que sentí cuando la leí
por primera vez.
Recuerdo que la devoré con las ansias de quien se
sabe condenado a los amores contrariados: me comí cada uno de sus salmos,
encerrado en el más absoluto de los embrujos de amor; sus palabras sabían a
desesperanza tardía y retrataban una región y una época que aparece y
desaparece de acuerdo con los deseos de los soñadores taciturnos del Caribe
colombiano del que el autor es fiel representante. Recuerdo que estuve inquieto
toda la semana, esperando el lanzamiento como he esperado todos los demás desde
que descubrí aquella otra novela perfecta que es Cien Años de Soledad y todos
los demás cuentos que desembocan irremediablemente en el Macondo que vimos
nacer y morir durante más de un siglo bajo la mirada eterna de Úrsula Iguarán.
Y por fin estaban allí, mucho antes de la era digital, la de hoy, las tapas
amarillas, reverberando inexorablemente las mariposas de un Mauricio Babilonia
de ficción que encontré de carne y hueso en un Florentino Ariza recuperado de
las heridas de amor causadas por el realismo mágico de la soledad.
Entré a sus laberintos, inquieto y virgen otra vez.
Mientras leía la novela, vi a Fermina Daza cuando “se quitó el anillo
matrimonial y se lo puso al marido muerto” y le escuché decir “Nos veremos muy
pronto”, sin saber ella que todavía tenía algo inconcluso en el mundo de los
vivos. Y de pronto estaba él, “Florentino Ariza, invisible entre la muchedumbre
[…] convencido en la soledad de su alma de haber amado en silencio mucho más
que nadie jamás en este mundo.” Lloré por Fermina el clamor de una muerte
imbécil pero magistralmente relatada y la vi a través de los ojos del mismísimo
Florentino “mirándolo (mirándome) a conciencia depurado por el olvido.” Ambos
estaban más viejos que lo que yo estaré jamás pero en el fondo de mi alma sabía
que había encontrado el significado del amor.
Expuesto inmisericorde al propio dolor del cólera
morbo en el que transcurre la historia, me dejé llevar por el relator hasta ese
primer encuentro de los dos, Fermina y Florentino, cuando “la niña levantó la
vista para ver quién pasaba por la ventana, y esa mirada casual fue el origen
de un cataclismo de amor que medio siglo después aún no había terminado”, un
pasaje que me condujo inconsciente a aquellos tiempos de Cien Años de Soledad
cuando un forastero que “Aparecía al amanecer del domingo, como un príncipe de
cuento, en un caballo con estribos de plata y gualdrapas de terciopelo, y
abandonaba el pueblo después de la misa” quiso conquistar a Remedios La Bella y
que luego de una mañana de domingo en la que tuvo la desdichada fortuna de ver
su rostro encantado, más por una maldición mortal que por un amor celestial,
“se hizo vil y harapiento. […] Se volvió hombre de pleitos, pendenciero de
cantina, y amaneció revolcado en sus propias excrecencias en la tienda de Catarino.”
Entonces entendí que así eran los amores aciagos en la obra literaria del
García Márquez de mi soledad y que así serían mis amores sin límite en este
lado de la realidad.
Consumido por algún embrujo fecundo, me convertí en
la propia miseria de Florentino y vi como “a Fermina Daza le bastó con ver la
expresión de malicia radiante de la prima para que retoñara en la memoria de su
corazón el olor pensativo de las gardenias blancas, antes de triturar el sello
de lacre con los dientes y quedarse chapaleando hasta el amanecer en el pantano
de lágrimas de los once telegramas desaforados.” Entonces supe que las palabras
no sólo tenían significado sino que tenían olor y que una vez que exhalas su
aliento pierdes sin remedio el rumbo de tu vida. Se me quedó grabado
eternamente el “magnífico perfil de oropéndola más afilado que nunca contra el
incendio del atardecer” de Fermina y viví con ella más de medio siglo de amor
sin amar hasta que Florentino “le reiteró el juramento de fidelidad eterna y
amor para siempre en su primera noche de viuda.”
No existía nada más en este mundo, excepto el
recuerdo de mis propios amores frustrados. Clausuré el libro hasta la
perpetuidad y lloré y recordé que en alguna parte había leído cuando el propio
autor, escribiendo su obra magistral, había llorado luego de relatar la
secuencia donde moría uno de sus personajes más glorificados, el coronel
Aureliano Buendía. Para mí, la ciudad se volvió oscura y el desamor, el de
verdad, subsistió durante más de medio siglo. Salí a las calles de un febrero
bisiesto, a una realidad donde no había telégrafos para encontrar a la Fermina
de mi amor. Era un mundo vacío y el planeta estaba baldío por una epidemia
certera de desencanto. Entonces, sabiéndola congelada en esos viajes
interminables a bordo del Nueva Fidelidad por el río Magdalena
de mi devoción, me olvidé de Fermina Daza y decidí buscar a Hildebranda o a La
Viuda de Nazaret, para que también me abriera el camino de los amores
callejeros.
Enfrenté
las asfixiantes conveniencias de un ciclo agonizante y las busqué en
la calle de las amantes moribundas. Inocente, como Florentino, inicié mi vida
de cazador solitario y escribí todos los versos de amor que le faltaron a él
para conquistar el amor de su vida. Las busqué por separado, a Hildebranda, para
que desahogara conmigo su propio amor contrariado, y a la Viuda, para enseñarle
los enfoques del amor que había aprendido en la realidad estéril de la
humanidad. Las busqué como reinas en los tableros de ajedrez de Jeremiah
de Saint-Amour en cuyo estudio creí reconocer las facciones adolescentes de mi
madre en una fotografía prehistórica y después entendí que era nada más y nada
menos que mi propia abuela Dolores Isabel Caraballo durante una escena familiar
tomada en uno de sus viajes de Lolita al lado de su hermana Edilma y de mi
bisabuelo Benito, aturdidos seguramente por el destello
de luz brillante y la nube de humo cáustico producidos por el detonador
fotográfico de Jeremiah de Saint-Amour; indagué por ellas navegando en una
Piragua cienaguera por los mismos puertos donde Florentino había perdido su
virginidad, las pregunté en los meses de más calor, las reclamé en el canto de
los gallos mientras tropezaba con una docena de mujeres intelectualoides que no
eran más que niñas pueriles en cuerpos de Afrodita sacramental.
Entonces
supe que la mía era la soledad más prostituida de todas, porque no sólo no me
pertenecía sino que la compartía con los miles de Florentinos Arizas dispersos
en un conjuro de amor que dura para siempre y se repite a través de todas las
generaciones en un círculo infinito de esos que terminan donde comienza el
dolor de las pajaritas que venden el peso de sus senos recién construidos al
mejor postor de la noche.
Encontré
a la Hildebranda sensual de mis sueños, reencarnada en alguien de su misma
tierra, “grande y maciza, de piel dorada, pero todo el pelo de su cuerpo era de
mulata” y la amé igual al calor de junio que en los vientos de agosto y en las
lluvias de un octubre que duró mil años y en todas las posiciones de un
Kamasutra recién inventado por los dos, en un artilugio semejante a una hamaca,
donde las consecuencias del amor son tan prematuras como las madrugadas
milenarias de la era del Señor. Amé su cuerpo hasta la asfixia de sus deseos y
hasta que sufría plácidamente con mis caricias mágicas, no se resistió, en
cambio, absorbió el poder de mi propio deseo, bebió de mí, robó mi esencia
antes de que escribiera una balada con ella. Igual, le recité mis poemas por
todos los rincones de su cuerpo y le desnudé grietas de amor que ella misma no
sabía que tenía y nos morimos, y volvimos a nacer en medio de un orgasmo que se
esparció soberbio hasta el fin de los tiempos.
Medellín, Colombia. 4 de noviembre de 2007.
Lucho.salazar@gmail.com